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viernes, 4 de noviembre de 2011

Confesiones vergonzosas

Hubo una vez un sentimiento llamado país;
era la época de los tambores y las motosierras,
cuando las campanas de cristal apagaban su canto metálico
y el silencio de la penumbra daba paso a los marchantes de la muerte,
jueces improvisados de un Estado innerte
que delegaba su autoridad vehemente
a los hijos engendrados en una bacanal de venganzas.


El territorio inmaculado de una generación antigua
que había aprendido a reconocerse en los ecos dorados de un himno sin prisa
vomitaba ahora sus muertos, enterrados como semillas;
Agrupados, entrelazados en un rígido abrazo
que contrarrestaba el frío de un ocaso temidamente esperado,
arrinconados en una tumba colectiva que no dejaba mas espacio
que para lágrimas de angustia y miembros lacerados.
Cápsula subterránea de un tiempo veloz y finito
que va degradando los rostros y las figuras,
y con ellos, la esperanza de una justicia inválida y tan ciega
como la penumbra de aquel sepulcro improvisado,
coleccionista de huesos y de historias inconclusas.

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